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Jesús, que está aquí

Monseñor José H. Gómez

Uno de nuestros santos más nuevos es San Carlos de Foucauld. Tiene una de las grandes historias de conversión del siglo XX, como el hijo pródigo.

El punto de inflexión en su vida fue ir a Nazaret a vivir y orar como un ermitaño e imitar la “vida oculta” de Jesús.

En una carta escribió: “Estoy en la casa de Nazaret con María y José, como un hermano menor sentado frente a mi hermano mayor Jesús, que está aquí noche y día en la Sagrada Hostia”.

Me encanta ese pasaje. Hay una intimidad tan hermosa, un sentido de amistad tan hermoso en esas palabras.

El punto es este: Jesús quiere tener esa misma relación personal hermosa e íntima con todos y cada uno de nosotros en la santa Eucaristía.

Desde el principio, Dios ha querido estar en comunión con los hombres y mujeres que creó.

Habló con Adán y Eva en el primer jardín, al fresco de la tarde. Habló a Moisés en la zarza ardiente, y sacó a su pueblo de Egipto, yendo delante de ellos como una columna de fuego. Habló a los profetas y por medio de los profetas. Y finalmente nos ha hablado, en su palabra hecha carne.

Tú y yo somos parte de este gran misterio, de esta hermosa historia de salvación. La Carta a los Hebreos nos dice: “Estamos rodeados de una gran nube de testigos”.

Esto es cierto. Si pudiéramos levantar el velo, nos daríamos cuenta de que estamos en compañía de ángeles y santos, que están en todas partes, a nuestro alrededor; si tuviéramos oídos para oír, oiríamos los cánticos del cielo.

La verdad es que mientras caminamos por los caminos de nuestra vida cotidiana ordinaria, vamos en la presencia del Dios vivo, y en la presencia de esta gran nube de testigos.

La Eucaristía nos abre los ojos para ver esta realidad, nos da nuestra cosmovisión como católicos.

¡En el altar en cada Misa, el cielo y la tierra se encuentran! El cielo se abre y la tierra se eleva, mientras ofrecemos los dones de la creación a nuestro Creador.

En ese momento en cada Misa, tú y yo también estamos ofreciendo nuestros propios corazones, nuestras propias vidas. Estamos orando con los ángeles, cantando con ellos su canción: “¡Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos!”

Este es el milagro ordinario que experimentamos en cada Misa. Nuestro Creador viene a nuestro encuentro, viene a alimentarnos con el pan de vida, a nutrirnos en nuestra peregrinación por este mundo.

Deberíamos estar viviendo cada día con asombro eucarístico.

Al darnos la Eucaristía, Jesús nos da una visión para ver el mundo y nuestro lugar en él. Y al darnos la Eucaristía, Jesús da a nuestra vida una misión.

Cada celebración de la Eucaristía termina con una comisión: ¡Adelante, la Misa ha terminado! ¡Id y anunciad el Evangelio! ¡Ve y glorifica a Dios con tu vida!

Lo que comienza dentro de los muros de la iglesia está destinado a continuar fuera de esos muros. El don que recibimos en la santa mesa, estamos llamados a compartirlo con nuestro prójimo.

Jesús prometió que estaría verdaderamente presente en el pan y el vino de la Eucaristía. Pero también prometió que estaría presente en la carne y la sangre de nuestro prójimo, especialmente de los pobres y los que sufren. “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”, nos dijo.

La visión que Jesús nos da en la Eucaristía nos llama a servir a nuestro prójimo como lo haríamos con él.

Jesús solía decir a sus discípulos: “¡Vengan y vean!” Hagamos esa misma invitación a la gente:

¡Ven de nuevo y mira el milagro de la Misa! ¡Venid otra vez, y ved cuánto os ama Jesús!

Jesús está aquí ahora, con nosotros, tan verdaderamente presente como cuando caminaba con sus apóstoles en Galilea.

Entreguémosle nuestra vida, como él dio su vida por nosotros. Y como él cambia el pan y el vino en su cuerpo y sangre, ¡dejémosle que cambie nuestros corazones, que nos haga una nueva creación en el fuego de su amor!

Que santa María, en cuyo seno se encarnó Nuestro Señor, despierte en todos nosotros un nuevo asombro ante el misterio de su amor en la santa Eucaristía.

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