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Donde sucede la santidad

El 11 de octubre marcará el 60 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II.
El Papa San Juan XXIII concibió el Vaticano II como una oportunidad para que los obispos del mundo reflexionaran sobre la misión de la Iglesia en el mundo moderno.
La pregunta principal era cómo presentar mejor las antiguas verdades y riquezas espirituales de la Iglesia para proclamar a Jesucristo como la luz del mundo y llevar a la gente de nuestro tiempo a un nuevo encuentro con su promesa de salvación.
La mayoría de los católicos de hoy no tienen memoria de la Iglesia antes del Concilio Vaticano II, simplemente han crecido con la visión de fe y vida que les transmitió el concilio.
Pero 60 años no es mucho tiempo en la vida de la Iglesia. El trabajo de los concilios de la Iglesia ha sido comparado con plantar semillas. Se necesita tiempo, tal vez siglos, para que sus frutos se desarrollen por completo.
Para mí, la “semilla” más hermosa del Vaticano II es su enseñanza sobre “el llamado universal a la santidad”. En el documento del Concilio sobre la Iglesia, “Lumen Gentium” (“Luz de las Naciones”), leemos:
“Todos en la Iglesia… están llamados a la santidad. … El Señor Jesús, divino maestro y modelo de toda perfección, predicó la santidad de vida a todos y cada uno de sus discípulos de toda condición. … Deben seguir sus pasos y conformarse a su imagen buscando en todas las cosas la voluntad del Padre. Deben consagrarse con todo su ser a la gloria de Dios y al servicio del prójimo”.
¡Esta es una visión tan emocionante de nuestra vida como discípulos, como seguidores de Jesús!
El concilio redescubrió la clave de la enseñanza de Jesús en el Sermón de la Montaña: “Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Ser perfecto significa ser santo, como Dios es santo. Y la santidad es la perfección del amor. Y Jesús no nos da opciones. Sus palabras son un mandato. A cada uno de nosotros.
La verdad es que fuimos creados para ser santos. La santidad es nuestra vocación, el fin de nuestra vida. San Pablo enseñó: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santidad”.
Sesenta años después, todavía estamos tratando de averiguar qué significa esto.
El concilio nos recuerda que la santidad no es algo solo para personas especiales, o para aquellos en la Iglesia con ministerios ordenados o consagrados. Todos nosotros en la Iglesia estamos llamados a la santidad, cada uno a su manera.
No importa quiénes seamos, no importa cuál sea nuestra condición de vida, tú y yo estamos llamados a caminar sobre las huellas de Jesús, a conformar nuestras vidas a su imagen y a buscar la voluntad del Padre en todo lo que hacemos.
En la práctica, esto significa que debemos tratar de ser santos en medio del mundo. Jesús se encuentra con nosotros y nos llama a seguirlo, en las circunstancias ordinarias de nuestra vida cotidiana.
Los santos nos enseñan que crecemos en santidad y virtud poco a poco, día a día. Las pequeñas cosas importan a lo grande.
Entonces, debemos ser fieles a nuestra vida espiritual: ¿Estamos haciendo tiempo para orar todos los días? ¿Pasamos tiempo con Jesús leyendo los Evangelios? ¿Reservamos unos minutos antes de la Misa para prepararnos para encontrarnos con Jesús en la Eucaristía, especialmente en la sagrada Comunión?
Gran parte de nuestro crecimiento en la vida espiritual se trata de mantenernos fieles a nuestras devociones y prácticas. Pasar tiempo en oración, pidiéndole al Señor que lo guíe, pidiéndole al Señor que lo ayude. Incluso cuando estamos cansados, incluso cuando no tenemos ganas de hacerlo.
También necesitamos ser fieles en las pequeñas cosas de la caridad, del amor. Eso significa dedicarse a sus esposas y esposos, significa cumplir con sus deberes en sus familias. Significa responder generosamente a las personas que necesitan tu ayuda, o incluso solo tu atención, o solo un poco de tu tiempo.
Nuestra fe católica nunca se trata de grandes gestos. Se trata de hacer en silencio las cosas que sabemos que deberíamos estar haciendo, todos los días. La santidad ocurre en nuestros hogares, en la mesa del comedor. Sucede en la escuela y en el trabajo. En el cuidado de nuestros padres ancianos.
Esa es la gran enseñanza del Concilio Vaticano II: nos hacemos santos, como nuestro Padre que está en los cielos es santo, siguiendo a su Hijo en la tierra, haciendo lo que Jesús quiere que hagamos en todas las realidades pequeñas y ordinarias de nuestra vida cotidiana.
Orad por mí, y yo oraré por vosotros.
Y en este mes que dedicamos al santísimo rosario, pidamos a Nuestra Santísima Madre María que ayude a que las semillas del Concilio Vaticano II sigan creciendo, y que renueve en cada uno de nosotros un nuevo deseo de responder al llamado a la santidad, a ser santos.

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