Sergio Elías Gutiérrez
Hace apenas 200 años, y después de una larga guerra de Independencia (1810-1821), por estas fechas el país estaba buscando cómo organizarse para emprender una vida institucional.
Dos de los principales constructores de la nación fueron Miguel Ramos Arizpe y Fray Servando Teresa de Mier, piezas clave en la adopción del Acta Constitutiva de la Federación, en enero de 1824, y en octubre de ese año de la Constitución federal.
En 1821, al mismo tiempo de firmar el Acta de Independencia, se designó a Agustín de Iturbide jefe de la Junta Provisional de Gobierno. De ahí a emperador de México: mayo 1822-marzo 1823, cuando abdicó al trono.
Ese inicio de ruta incierto pudo ser el presagio de las dificultades para consolidar al país deseado. Hasta hoy seguimos buscando uno que pueda resolver los añejos problemas que nos aquejan. Muchos intentos frustrados y muchos cambios de ruta nos tienen en la misma búsqueda hasta hoy.
En el siglo 19, hubo 56 cambios en el Ejecutivo y sólo tres presidentes tuvieron periodos prolongados: Santa Anna, en total unos 13 años; Benito Juárez, varias veces por la Guerra de Reforma y la invasión francesa, y Porfirio Díaz, entre 1876 y 1911 (salvo de 1880 a 1884), con quien llegó la estabilidad política.
El siglo 19, el nuevo Estado estuvo lleno de tropiezos. En Ciudadanos imaginarios, Fernando Escalante señala que el Estado colonial era un aparato de mediación, no entre intereses en competencia, sino entre potestades eclesiásticas y civiles.
«Todo este complicado aparato jurídico y administrativo fue destruido por la independencia», afirma. «El nuevo Estado, débil, disputado y concebido por las élites como un representante de sí mismas, no podía asumir el papel mediador del Estado colonial».
El historiador regiomontano Luis Medina Peña nos dice en La invención del sistema político mexicano que fue hasta la gestión de Porfirio Díaz que se pudo dominar al país. Su permanencia en el poder posibilitó que se iniciara un periodo de crecimiento económico y de paz, mismo que se rompió al dejar el poder.
Su salida fue pacífica, y también la llegada de Francisco I. Madero. Lo cruento vino después del asesinato de éste: la violencia destrozó otra vez al país.
El intento de reconstrucción llegó con la reforma constitucional de 1917. De ahí a 1920, Venustiano Carranza gobernó en paz.
La no reelección abrió en 1920 la lucha por la sucesión, y con ello los pleitos por el poder. Asesinado Carranza, llegaron los generales triunfantes de la Revolución.
Éstos tuvieron la idea de crear un partido fuerte y extendido por todo el país, ya no de caciques regionales: el PRI. En el largo periodo que va de 1929 al 2000 sentaron las bases para un sistema político eficiente y con ello vino el desarrollo nacional.
Medina afirma que «el sistema político posrevolucionario compartió dos rasgos fundamentales con el sistema político del Porfiriato: la naturaleza inclusiva y conciliadora y el déficit democrático».
En el siglo pasado hubo muchas reformas al modelo promovidas por el PRI: pasamos del nacionalismo revolucionario al desarrollo estabilizador, y de ahí a la apertura económica y política.
Ese sistema perdió el poder frente a su antiguo rival, el PAN. De ahí una efímera vuelta a Los Pinos y la despedida definitiva. En su lugar brotó el PRIAN.
La alternancia a favor de Morena anunció un cambio de régimen. Por fortuna no se dio, hubo algunas reformas buenas, pero ningún país funciona destruyendo el pasado en cada cambio de gobierno.
Hubo cosas que antes funcionaron, muchas más de las que reconoce el actual gobierno, que por fortuna siguen vigentes. La «cuarta transformación» no ha sido lo que amenazaba, su poder destructor no dio para tanto.
Esperamos al menos que la reconciliación llegue con el nuevo gobierno. Los países que cambian frecuentemente su historia suelen perder el rumbo.
Los próximos dos siglos no deben ser de pleitos inútiles. No habría otra oportunidad.
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