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El hombre que en el viejo San Luis peleó con el sol

Por: Psic. Jesús Alfredo López

Virgilio López, el esculpidor de figuras de palo fierro, se despedía muy apresurado de su esposa y dos pequeñas hijas.

Vivian en el desierto de Sonora a las orillas del Tío Colorado junto a otras cuantas familias.

La mayoría eran provenientes del Sur de México, habían llegado en busca de la oportunidad de trabajar en los campos agrícolas ante la fiebre de los años 20, del bien conocido algodón, o como muchos otros le decían, “el oro blanco”.

En esa época no tenían electricidad, por lo cual la única manera de sobrevivir al calor era pasarse gran parte del día bañándose en el rio. Ya que en ocasiones la temperatura sobrepasaba los 50 grados centígrados durante el verano.

Virgilio salió de su casa alrededor de las 7:00 de la mañana, quería ganarle al sol en su intento de recorrer cerca de 17 kilómetros de desierto. El riesgo era grande, mas tenía que entregar el fruto de su labor esculpiendo figuras de palo fierro.

Don Antonio, el ranchero más rico de la región, lo esperaba en su rancho para comprárselas todas.

Por más que su esposa e hijas le rogaron a Virgilio que ya era muy tarde para aventurarse a tal locura, él no quiso detenerse, ya que prácticamente no tenían ya nada en provisiones de alimentos o medicinas.
Echando más de 30 figurillas de madera sobre una mochila que pesaba casi los 6 kilos, decidido salió de su casa.

Apenas había recorrido cerca de unos 5 kilómetros y por lo irregular del camino en cuanto a superficies planas, pero otras veces muy arenosas, le hacían gastar gran energía, a sabiendas de que tenía que cuidar el agua.

Por más que lo intentaba no dejaba de beber. No llegaba aun ni a la mitad del camino y de acuerdo a su experiencia al oír los pronósticos del tiempo en la radio, él sabía que el calor sobrepasaba los 50 grados centígrados. Con apenas unas dos horas de recorrido ya muy sediento y sin agua, del cielo empezó a escuchar:

-“Regresa, regresa ya, pues si no lo haces, entre mis rayos y estas arenas vas a quedar”.

-“¡No es posible!”, espantado se dijo así mismo, “el sol no habla, no puedo estar cayendo en alucinaciones”.

Apresurando el paso llegó a una ranchería, era la de Jaciano, un solitario hombre que no le gustaba convivir casi con nadie. Ahí estaba su esperanza para poder descansar y tomar agua.

Al tocar la puerta de aquella casa de madera en medio de la nada, nadie salió. Desesperado se dirigió a sacar agua de un pozo que estaba en la parte trasera, mas este tenía una tapa de madera, resguardada por cadenas y un candado.
-“¡Maldición!”, una y otra vez gritaba, no comprendía a quién se le ocurría en medio del desierto tapar el único pozo a la mitad del camino.
La vaca de Jacinto empezó a tomar agua en su bebedero de piedra. Por la cabeza le pasó la idea de acompañarla a beber. Pero en lugar de hacer eso, tomando una piedra, intento abrir el candado golpeándolo una y otra vez.

Desesperado después de varios minutos y con lágrimas en el rostro, decidió seguir su camino, el sol estaba mucho más intenso, pero, o moría ahí postrado, o daba todo por vivir en el intento.

Después de 30 minutos de haber retomado su recorrido, arrepentido anhelaba beber de esa agua que tomaba la vaca de Jacinto. La mochila que cargaba con las figuras de palo fierro, parecían cada vez pesar más. Deteniéndose unos cuantos minutos en un árbol que encontró a la orilla del camino, mirando al cielo observó el vuelo de los buitres. Al tratar de reincorporarse, el peso de la mochila lo hizo caer.
Nuevamente empezó a escuchar la voz que le decía:

-“Te lo dije, regresa, regresa. Al no obedecer, bajo mis rayos has de perecer”.

-“Te equivocas, tonto sol, tu poder se acabará en unas cuantas horas, descansaré bajo la sombra de este árbol y ya veremos al final quien ríe o llora”.

Perdiendo el sentido, Virgilio se quedó dormido, se había resistido ante el temor de encontrar la muerte. Soñando se miraba a sí mismo nadando en un manantial en medio del desierto. Pero el sol, envidiándole, le secó hasta la última gota de agua. Soñando de nuevo, de repente se encontraba en medio de un oasis lleno de cocos y palmeras, pero al estar a punto de beber de sus aguas, el sol enfurecido todo lo deshidrataba. Mirándole y gritándole en medio de la gran sed, Virgilio de él se burlaba, hasta que el sol, dirigiéndole sus rayos hasta la muerte, le quemaba.

Al grito de “¡No!”, despertó de ese espantoso sueño. Eran cerca de las 7:00 de la tarde y el sol se ocultaba. Muy débil se puso de pie para retomar su travesía, quiso dejar la mochila, pero al pensar en su familia y en lo mucho que necesitaban ese dinero, montándola sobre su espalda siguió adelante.

Sin darse cuenta, al estar muy débil ante la gran oscuridad, se salió del camino. Tratando de buscar puntos de referencia trataba de encontrar el rancho de don Antonio. En su desesperada búsqueda casi a ciegas no se percató de un risco en el que se encontraba, cayendo repentinamente varios metros. Ante el peso de la mochila sintió que tomaba gran velocidad ante cada vuelta que en su caída daba.

Sintiendo que ya no podía más, inmóvil y mirando al cielo, sintió de la luna una hermosa sonrisa, mandándole una acariciante y fresca brisa.

Después de todo, moriré ante ti, oh, hermosa luna, como testigo las estrellas y esta bella noche. Toma de mí estas figuras de palo fierro, entregándolas a ti, no serán un derroche.

Un fuerte aullido de un coyote que rondaba, lo interrumpió del pensar en la muerte en esa morada. Con esfuerzo se sentó y nuevamente observó que alucinaba.

En definitiva, era su muerte, pues miraba cómo una sombra lentamente se dirigía a él.

Cerrando los ojos, escuchó una alegre voz que le exclamaba:

– “¡Ay, muchacho, me tenías bien preocupado, me contaron que saliste temprano y creí que ya no la contabas”.

Esa voz era la de don Antonio, quien alegre, levantándole, le llevó a su rancho.

Una vez habiendo tomado agua y recobrando las fuerzas, le contó a Don Antonio y a su familia la gran hazaña de haber peleado con el sol. Lástima que no podrás regresar hasta mañana le comentaban, ya te diste cuenta de lo peligroso que es atravesar el desierto de noche.

Una vez descansando sobre una hamaca, miraba al cielo observando a la luna. Sonriendo tan solo pensaba en encontrarse de nuevo con sus hijos y su amada.

Nuestro colaborador es Licenciado en Psicología. Consultorio: Av. Revolución entre calles 39 y 40. Teléfono: 653 (12) 1 7161.

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